Era Halloween. La fecha en la cual aparecían los disfraces
más inocentes, representando a las criaturas más temibles y escalofriantes. La
noche de las brujas, la noche del horror.
Era la fiesta de las bestias más peligrosas.
Justo acababa de oscurecer en aquella ciudad lúgubre. El
viento soplaba firmemente, enfriando todo a su paso. Las calles eran tenuemente
iluminadas por la luna llena y la suave luz de los postes eléctricos acariciaba
las sombras.
Todo estaba adornado con la temática correspondiente. Las
casas despedían un aura aterrorizante, las telarañas inundaban los alambrados y
cableados, por todos lados colgaban luces, velas, calabazas, figuras de
espanto, ítems horrendos. Los esqueletos guindaban allá, donde pudieras ver.
Las brujas se escondían en los hogares, preparándose para la noche y para su
fiesta. Tampoco faltaban sus amados gatos negros, deambulando por aquí y por
allá; nunca se habían visto tantos, pero allí estaban, porque esa noche todos
los gatos eran negros. La grama se había ennegrecido, las paredes estaban
mohosas, el ambiente estaba húmedo, y las vías lodosas. Era una noche
tétrica.
Era una noche perfecta.
Frente a una de las enormes casas, unos pocos niños,
enfundados en sus adecuados disfraces, se reunieron en júbilo. Estaban listos
para salir a cazar. Acorde a la tradición, cada uno iba armado con una canasta
en forma de calabaza-espanto.
Se sonrieron unos a otros, ocultos bajo sus disfraces.
"Este año seré yo quien reúna más dulces", pensaron todos a la vez. No
sabían quién tendría más bocadillos, ni quién ganaría, mas sí que sólo uno lo
haría
Sean era un hombre lobo, Gabrielle era una vampiresa,
Daniel un fantasma, Al era un pequeño demonio y Anne era una muerta-viviente.
Sean, Gabrielle, Daniel, Al y Anne. Criaturas espantosas y salvajes de
naturaleza violenta. Todos iban disfrazados y cada uno vestía con la imagen de
lo que más temía, el monstruo más abominable que, inocentemente, podían emular.
Llevaban los fieros disfraces adaptados a los mitos y a las leyendas. Y
asustaban, pero no dejaban de ser más que unos pequeños.
Recorrieron las calles, danzando y cantando, llenando sus
canastas con los dulces más apetitosos y monstruosos que les pudieron regalar:
caramelos con forma de ojos, chupetas con aspecto de dedos, barras de chocolate
que asemejaban un trozo de mano o pie, refrescos rojos que pintaban la lengua y
los dientes cual sangre... Era suficiente como para que estuvieran contentos
(sobre todo Sean, quien había reunido más confituras).
Los vehículos-bestia pasaban zumbando a su lado, tocando
corneta, felicitándolos por sus disfraces tan vívidos y escalofriantes. Y ellos
seguían sonriendo dentro de sus atuendos.
Había sido una noche fructífera, se habían divertido y
habían recolectado muchas golosinas. Pero no habían terminado, y ellos lo
sabían. Antes de volver a sus hogares, debían visitar El Recinto del Miedo, la
verdadera mansión del horror.
La casa de la colina, extraña creación, se alzaba sobre las
sombras al tiempo que una suave neblina se posaba alrededor de su techo, apenas
rozándole, quizá sólo para acentuar su aterrador aspecto. Tenía dos pisos,
construidos en ladrillo y en madera, cementados hacía ya mucho tiempo.
Presentaba grandes ventanales, de marcos antiguos y vidrios quebradizos, que
parecían los lúgubres ojos de la mansión. Y abajo, en el medio, se mostraba la
boca: una enorme puerta de madera, carcomida por los años. El abandono del
lugar le hacía estar más acorde a la fecha; no necesitaba ningún adorno; sólo
por estar allí de pie, generación tras generación, El Recinto del Miedo, se
erguía como símbolo de un pasado ya olvidado, de una civilización que entró en
decadencia, arrastrada por sus propios actos, como todo.
Y la llamaban así porque en la última habitación, en el
segundo piso, les habían dicho que habitaba eternamente el monstruo más
horrendo de todos, la criatura más terrible en este mundo, el ser más vil.
Quizá por eso nunca se habían decidido a derribarla. Miedo.
Sus padres se habrían molestado de saber que ellos pensaban
entrar, pero sus padres no estaban allí. Y ellos sentían la obligación de
conocerla, más allá de su fachada.
El patio frontal se asemejaba a un viejo cementerio, pero
en vez de lápidas tenía rocas deformes y burlescos gnomos de cerámica, infieles
custodios. Los pequeños "monstruos" brincaron la endeble cerca que
rodeaba el lugar y poco a poco comenzaron a subir por la pendiente de la
montaña, una extensa subida hacia la real mansión del horror.
Un crujido sonó cerca de ellos, y las pequeñas bestias se
apretujaron, aterradas. Anne miró a su alrededor y, señalando tras una roca de
pequeña talla, dijo:
-¡Tranquilos! ¡Es sólo un gatito!
Un débil maullido viajó en la fresca brisa al tiempo que
los niños observaban al negro gato esconderse tras la roca chica.
Siguieron avanzando, y el ulular de los búhos les heló la
sangre. En especial porque no les veían y, además, jamás se habían visto -ni se
verían- búhos en aquella ciudad. Murciélagos imaginarios rompieron el aire con
el batir de sus irreales alas, mientras sus inexistentes chillidos discutían
con las aves nocturnas. Pero los que vestían de monstruo seguían avanzando.
El viento susurraba, el miedo gritaba.
Y llegaron a la entrada. La puerta estaba cerrada, pero una
corazonada les dictó que con sólo girar la manilla, podrían entrar. Sus frentes
sudaban, pero no sólo por el esfuerzo.
-Que Sean entre primero- aclamó Al.
-No- habló el hombre lobo-, no quiero entrar solo.
-Yo te acompañaré- sentenció Gabrielle, la vampiresa.
-Sí, entren ustedes, nosotros esperaremos aquí- aportó
Daniel.
-¡Sí! - aceptaron todos los demás, temblando ante el
ambiente oscuro de El Recinto del Miedo.
-No- susurró Sean-, ustedes entrarán tras nosotros.
Algunos tragaron saliva, otros buscaron inútilmente con la
mirada a las aves o a los murciélagos. Gabrielle acotó:
-No es más que una casa. ¿Qué podría haber dentro que fuera
tan horrible?
Y tomando del brazo a su amigo-lobo, le ordenó:
-Vamos, Sean.
Y giró la manilla. Del interior sopló un viento húmedo con
aroma a antiguo. Los dos chicos entraron tomados de la mano. Tras ellos entró el
grupo de amigos, imitando a sus compañeros y caminando lentamente. Dejaron la
puerta abierta por si tenían que salir corriendo. Paso tras paso, observaron la
casa.
La sala que servía de recepción era bastante amplia. Tenía
algunos viejos sofás cubiertos por un manto cada uno y por mucho polvo. Las
oscuras cortinas, a medio deshacer, cerraban las ventanas y el paso de luz. El
suelo estaba tan sucio que con cada paso percibían cómo se levantaba la mugre
bajo sus pies. Del techo colgaba una lámpara de araña, torcida y maltratada, y
las alfombras del lugar casi habían desaparecido.
Las escaleras estaban más adelante, junto a la cocina, que
sólo vieron de reojo. Aún así, las ollas abolladas y los platos rotos en el
piso aportaron más terror al corazón de las pequeñas "bestias". O
quizá fueron las hornillas reventadas o el horno destruido. O el pálido y
desgarrado papel tapiz que forraba las viejas paredes.
A medida que avanzaban por las escaleras sonaban sus pasos
y el eco de éstos, como si fuera una película de terror. Las criaturas estaban
espantadas, pero seguían avanzando. Algún insecto inmortal atravesó el último
escalón frente a la mirada de Sean y Gabrielle. Tal vez era una advertencia
para que no cruzaran. Pero ellos siguieron.
Sus respiraciones acompasadas empeoraban el ambiente, pero
no podían evitarlas. Anne rogó que se acostumbraran. No funcionó. Además, el
miedo les hacía temblar. Pero los pies seguían hacia adelante.
El pasillo al final de las escaleras era bastante ancho,
así que se ordenaron uno al lado del otro y se tomaron todos de la mano.
Avanzaron al mismo tiempo, caminando todavía más lento. Sus corazones
retumbaban en sus pechos y sus extremidades sudaban de terror. La oscuridad de
la mansión los envolvía y consumía conforme se acercaban más y más al último
cuarto.
Las habitaciones a sus lados estaban cerradas en su
mayoría, aunque algunas puertas se mantenían abiertas, tras ellas se veían
camas mohosas, sillas caídas, sábanas rotas, estantes sin vida,
armarios muy viejos, libros en el suelo, ventiladores tiesos, bombillos
muertos. Otros cuartos simplemente mostraban sombras y nada más.
Los "monstruos" siguieron su camino a lo largo
del pasillo, el cual parecía ser cada vez más largo. Sintieron que nunca
llegarían a aquella puerta final.
Pero finalmente allí estuvieron. La última habitación.
La puerta estaba cerrada. Intentaron abrirla empujándola,
pero, a pesar de que ya era vieja, aún era resistente. Sean tragó saliva, y
supo en su corazón que la manilla cedería si la halaban con energía. Se acercó
lentamente, tomó el pomo de la puerta y lo haló hacia sí mismo. Y
ésta abrió. Los goznes se quejaron levemente, pero estaba abriendo.
La última habitación era idéntica a las demás. Las
telarañas invadían todo haciéndole competencia al polvo y a la humedad. La cama
matrimonial se hallaba en el suelo con el colchón rasgado, la mesita de noche
permanecía en el piso, las lámparas se habían estrellado contra el suelo y una
extraña caja negra con una pantalla de vidrio rota sonreía entre sus restos.
No había nada más. Sus corazones se aliviaron. Hasta que Al
habló:
-Hay una puerta más- susurró aterrado-, allá, al otro lado
de esta habitación.
Las miradas voltearon lentamente, confirmando lo que
acababan de oír. Había una puerta más.
-Entraremos todos- sentenció Gabrielle.
Las criaturas se acercaron a la última entrada, preocupadas
nuevamente. Sean tomó el pomo y lo giró, los demás se tomaban de las manos.
Extrañamente, la puerta abrió halándola, mientras sus goznes gritaban con un
quejido terrible. Una oscuridad total apareció al otro lado. No se veía nada.
-¡Vámonos!- susurró Anne.
-No- sentenció Gabrielle-. Entraremos.
Se tomaron todos de la mano y entraron como pudieron. No
veían nada, sus ojos parecían no poder acostumbrarse a la oscuridad.
De repente una fuerte brisa corrió desde la entrada de la
casa y cerró todas las puertas. Habían quedado encerrados. Gritaron con
estridencia, apretujándose, pero nada se solucionó con eso. Rápidamente
buscaron a tientas la puerta, pero no la encontraron. Sean encontró primero el
interruptor de la luz y supo que ésta encendería. Fugaz como un rayo, el
pequeño hombre lobo activo el sistema de iluminación. Comprendió de inmediato
que fue un error.
Alrededor de los chicos se encontraban miles y miles de
monstruos horrendos. Todos parecían iguales, eran bestias gritando fuertemente.
Miles y miles de aquellas criaturas tan terribles, maliciosas, peligrosas y
aterradoras, aquellas a las que tanto temían todos, estaban allí, mil veces
repetidas. Los chicos gritaron con potencia, y los monstruos contestaban con la
misma energía.
Intentaron huir, pero estaban rodeados por todos lados. El
horror y la impresión dieron paso a la sensación de impotencia y la
claustrofobia. Las canastas-calabaza cayeron al suelo y rodaron, cubriendo el
suelo de dedos, ojos, manos y pies mutilados. Los niños corrían, pero al pisar
las piezas su temor crecía y crecía.
Finalmente, Daniel descubrió el pomo de la puerta y la
abrió, huyendo entre gritos mientras sus amigos corrían tras él, traumatizados
para siempre. Y los terribles monstruos desparecieron con ellos. La habitación
quedó vacía. Sólo quedaba el bombillo en el techo y los cuatro espejos que
cubrían las paredes.
Sean, Gabrielle, Daniel, Al y Anne. Eran un hombre
lobo, una vampiresa, un fantasma, un demonio y una muerta-viviente, disfrazados
de la criatura que más temían: El Hombre.
BlackJASZ