Capítulo 14: De cómo Zuberi Abrió Los Ojos
Y allí estaba Él. Súbitamente en frente de su aldea. "¡Vaya! Morir no fue tan horrible como pensé", se dijo a sí mismo. Ni siquiera había sentido nada. Pero allí estaba, de vuelta en su hogar.
Avanzó lentamente, levantando el polvo con sus pesadas pisadas. No quería llegar a ella, pero a la vez lo necesitaba. Deseaba ver a Amara a sus tiernos ojos. Abrazarla. Besarla. Pero no sabía si podría: después de todo, ya había muerto en la mirada de Agwang.
Al llegar a su hogar le invadió la tristeza y la confusión, pues no había nadie. La oscuridad, que parecía eterna, seguía inundándolo todo, pero ya no bañaba los alegres cuerpos de su gran familia. ¿Hasta qué punto había afectado su fracaso?
Siguió avanzando, entre los secos senderos que separaban unas casas de otras, iba con la boca abierta y la respiración un poco agitada. Realmente no había nadie.
-¿AMARA?- gritó a todo pulmón. El viento le respondió con un suave susurro- ¿IMAMU? ¿DUNA? Amara...
Tan sólo el joven y la brisa participaban en aquella discusión, mientras el polvo jugaba a pasearse entre sus pies, muy inocentemente. Él continuó avanzando, pero esta vez hacia la casa en la que se había criado. Al llegar, encontró la puerta cubierta de telarañas, gruesas y antiguas como la muerte. Estiró su brazo para retirarla, y en el mismo instante en que entró en contacto con ella, escuchó cómo algo se movía a su alrededor. Se volvió, pero no encontró más que su soledad y la perpetua noche.
-¿Alguien?- preguntó casi para sí mismo, pues pensó que no obtendría respuesta. Y estuvo en lo cierto.
Regresó a su faena, pero al volver a tocar la lúgubre telaraña, un tétrico y grave crujido resonó a sus espaldas. Nuevamente se volteó y, como antes, no encontró a nadie, pero observó que las puertas de las casas a su alrededor se habían abierto de par en par. Tragó saliva y avanzó hacia la más cercana. El viento dejó de soplar y el aire se tornó pesado sobre sus hombros, mientras que la oscuridad invadía sus pulmones con cada respiración.
El polvo ya no se levantaba, se hacía sentir como metal caliente bajo los cautelosos pies del guerrero. A medida que el hombre se acercaba a aquella casa, escuchaba más fuertemente un golpeteo, sentía los latidos de un corazón y lo percibía como si fuera el suyo propio a punto de reventar. Pero sabía que no le pertenecía a él. Sin embargo, a pesar del naciente miedo, allí estaba él, frente a la entrada. El interior de la casa estaba aún más oscuro que el exterior, y se sorprendió de ello. Con la mano izquierda en el pecho, alzó su brazo derecho para apartar la poca telaraña que guindaba del desgastado dintel.
-Zuberi- rugió una voz grave desde el interior. El joven dio un brinco hacia atrás, asustado y sorprendido.
-Fracasado- le susurró otra voz similar en el oído.
Se volteó y se encontró de frente con Imamu, pero él no era el mismo. Su piel estaba corroída de pies a cabeza; sus brazos incompletos, devorados por las ratas; y su pecho agujereado, pues era hogar de gusanos de muerte. Su rostro verdoso se percibía aún más macabro, como si reflejara una obra del Demonio, marca de la oscuridad. Su nariz se caía en pedazos. No tenía ojos y su boca estaba torcida en un gesto incomprensible, mezclando dolor, ira y placer a la vez.
-Perdedor- escuchó que le acusaban con rabia desde varias direcciones. Miró a su alrededor y estaba rodeado de familiares: padres, madres, hermanos y amigos, todos ellos muertos de espíritu, pero vivos de mente y cuerpo.
Se acercaban rápidamente a él, extendiendo sus enfurecidos brazos, gritando:
-¡Fracasado!
-¡Inútil!
-¡Perdedor!
El joven retrocedió como pudo hacia la casa que había ido a explorar, de la que provenían los latidos. Y sintió que sus oídos reventarían y que se volvería loco.
-¡Fracasado- rugió el interior de la casa, al tiempo que la gruesa telaraña se desprendía y caía sobre su cabeza.
Se liberó de la terrible red como pudo, y se quedó de pie, bajo el ennegrecido dintel, escuchando las maléficas quejas y los acusadores pasos, que se acercaban cada vez más. Las criaturas extendieron sus brazos y Zuberi se vio atrapado por la muerta multitud. Su cuerpo cedió automáticamente al frío tacto de las numerosas manos difuntas, al tiempo que su corazón brincaba en su caja toráxica. Los seres le arrastraron hacia su hogar, apretándole con fuerza y luego le arrojaron contra la puerta. Ésta cedió de inmediato, como si fuera de papel, y el joven se vio arrodillado ante la tristeza de su propio hogar. Una figura se asomó desde el interior, desprendiéndose de la oscuridad. La primera telaraña cayó sobre sus hombros, dándole un aspecto más lúgubre aún. Allí, ante el vencido guerrero estaba el cadáver andante de Amara, que conservaba el delicado vaivén de caderas que la caracterizaba en vida. Ella acercó su rostro al de su amante, mostrándole que se encontraba aún más carcomido que el de sus compañeros. Hedía a sangre y a abandono. Abrió su boca desfigurada y sin sentido, y susurro a Zuberi:
-Miserable: tú me mataste, ahora yo te daré muerte a ti.
Ella tomó al hombre del cuello, con sus manos fuertes como tenazas y frías como témpano. Zuberi observó la determinación de Amara y se resignó a volver a morir, pero aquella vez en manos de su amada. De nuevo respiró hondo y cerró suavemente sus ojos, al tiempo que se mareaba.
Y estaba preparado para abandonar todo, pero, allá en el Arjana (en la realidad y no en la cruel ilusión), la gran cánida salió despedida varios metros, pues una gran llamarada le alcanzó el lomo, haciéndola brincar. Zuberi sintió como si hubiese despertado de una pesadilla, de una hipnosis. Aún mareado y desconcertado, observó cómo el lomo de la bestia ardía. Ella se arrojaba contra los árboles para que se apagara. Otra bola de fuego la golpeó, y el hombre notó que procedía de la Séptima Visita. Una voz familiar resonó en todo el laberinto:
-A los Espíritus no nos afecta la mirada de Agwang.
-¡GRACIAS GWALA!- gritó Zuberi, tras el despertar del hechizo de la bestia.
Corrió como pudo, tratando de encontrar su sendero, pero todo estaba demasiado oscuro. Nuevamente tropezó y cayó al suelo. Cuando se levantó se percató de algo y bajó la vista, pues brillaba la daga que había pertenecido a Lesedi (la encarnación de La Luz), llamando su atención. Tomó el mango del arma y lo alzó frente a sus ojos, para que iluminara el camino que recorrería.
El guerrero se apresuró, mientras escuchaba a la Gran Cánida golpearse aún. No sabía llegar a donde estaba el cadáver de Bbwaddene y no tenía ni siquiera el collar de la suerte para que le guiara, pero confiaba en su instinto. Mientras buscaba desesperadamente, vio una pequeña luz a lo lejos, así que se dirigió a ella.
Al llegar, descubrió que era su lanza resplandeciendo, quizás reflejando el intenso brillo de la daga. Estaba clavada frente a aquel árbol tan grande que sobresalía entre los demás. Zuberi se acercaba al Gran Cánido. Tomó el arma y siguió corriendo, esta vez con una leve noción de la ubicación de su destino. Pronto los golpes dejaron de sonar y supo que le quedaba poco tiempo. Mas consiguió el camino y allí estaba frente a él: el cuerpo del poderoso perro. Reposaba tal cual como lo había dejado, pero rodeado por la densa oscuridad que emanaba su boca, herida por la espada. Se subió en su hombro y con ayuda del reluciente cuchillo le sacó un ojo, le sacudió la sangre y sustituyó uno suyo por aquel. Luego cerró el ojo propio que conservó y entonces pudo ver a través de la negra humareda usando aquel que robó. Sonrió, pues finalmente se sintió capaz de vencer.
-Linda mirada- le dijo Agwang desde sus espaldas, le había encontrado de nuevo.
-Gracias, la estoy estrenando- le respondió él, viéndola directamente a los ojos, esta vez sin sufrir ninguna consecuencia por ello.
La cánida estaba furiosa. ¡Vaya insulto! Mostraba sus grandes y furiosos colmillos, más filosos y letales que los que lucía Bbwaddene, siendo quizá del mismo tamaño que la espada de Abrafo. Zuberi apretó la lanza y le sonrió a la loba, invitándola a luchar. Ésta saltó sobre él, que se apartó y alcanzó a hacerle un pequeño corte a la bestia en una pata. Ella se lamió la lesión para demostrar que tenía habilidades semejantes a las del perro negro. Pero si ya Zuberi había derrotado a un ser semejante, supuso que no tendría dificultades mayores con ella.
Varias veces intentó la fiera alcanzar al joven con sus colmillos y garras, pero falló en tantas oportunidades como él arremetiéndole con la lanza. Y así estuvieron un día entero, quizás menos o quizás más.
Cuando por fin él comenzó a cansarse, ella le asestó un zarpazo que lo envió contra el cuerpo de Bbwaddene, directo contra la pata delantera, la que en vida le había herido. La lanza quedó accidentalmente incrustada en una pata del animal muerto, y cuando Zuberi intentó sacarla fue embestido por la loba, que cerró su mandíbula un poco tarde, permitiendo al joven subirse en el hocico del fallecido Espíritu.
Agwang le lanzó un fuerte golpe con el dorso de su extremidad, pero el joven lo esquivó subiendo al cráneo del perro, y el impacto del ataque fallido terminó destrozando el hocico del can negro. El animal le lanzó otro mordisco a Zuberi, pero éste saltó al suelo, e inmediatamente quedó arrinconado contra el cadáver, mientras esquivaba otro zarpazo. Mas Agwang era demasiado veloz, y consiguió pisarlo con la otra pata. Zuberi forcejeó contra el agarre tanto como pudo, pero lentamente lo aplastaban contra el suelo. Y fue entonces cuando sintió que algo le lastimaba la espalda levemente, y aquello tenía filo.
-¡Sí!- susurró suavemente el joven.
Como pudo sostuvo la pata con sus hombros, su espalda, y con una mano, mientras que con la otra tomaba la liberada espada de Abrafo y se la enterraba en un dedo a Agwang, que se retiró inmediatamente, quejándose con sonoros gruñidos.
Zuberi apretó el mango de la espada y se sintió más fuerte y poderoso que nunca. Sonrió mientras recuperaba el aliento, luego alzó la espada, preparado para atacar. La gran cánida se había lamido la herida, y veía furiosamente al joven. Él gritó, ella aulló. Y corrieron el uno hacia el otro, ella apuntó con sus colmillos y él con su espada.
Fue poca la sangre que corrió, pero ninguno de los dos se movió hasta varios minutos después. Ella había clavado la mirada de su ojo verde en el ojo negro que había sido robado a Bbwaddene, y él le había clavado su espada en un hombro. Agwang cayó al suelo y Zuberi dio unos pasos hacia atrás, retirando su arma. La miró a los ojos, ambos verdosos y hermosos. Luego el cuerpo de ella empezó a cambiar lentamente: sus patas se acortaron y adelgazaron, su cuerpo disminuyó de tamaño, el pelaje desapareció (al igual que la cola), y su figura se estrechó. La gran cánida se transformó en una hermosa mujer, pero seguía en el suelo, desangrándose poco a poco.
Sin embargo, Zuberi debía derrotarla si quería salir de aquel laberinto, así que alzó la espada, determinado. Pero cuando se acercó a ella se detuvo. Revisó entre sus cosas y extrajo el trozo de vidrio que llevaba, luego se miró en él. Entonces recordó las palabras que había pronunciado Ramla al obsequiárselo:
-"Se llama espejo. Te doy este obsequio para que cuando más lo necesites recuerdes quién eres en realidad."
Aquellas palabras resonaron en la cabeza del joven, dándole una respuesta que hace mucho tiempo buscaba. Separó sus labios y pronunció:
-¿¡Madre!?
BlackJASZ
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